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El segundo mandato de Trump: una sombra sobre la democracia desde la perspectiva española



Mientras el mundo observa con una mezcla de fascinación y preocupación el segundo mandato de Donald J. Trump, desde España, un país con una historia reciente de lucha por consolidar su democracia tras décadas de dictadura, las acciones iniciales del presidente estadounidense resuenan con una inquietante familiaridad. En apenas 100 días, Trump ha desmantelado alianzas internacionales, consolidado un poder ejecutivo sin precedentes y socavado las instituciones democráticas de Estados Unidos, un país que, hasta hace poco, muchos veíamos como un faro de estabilidad política. Desde esta orilla del Atlántico, la pregunta no es solo si la democracia estadounidense sobrevivirá a Trump, sino cómo su deriva autoritaria podría influir en las democracias frágiles de Europa y más allá.


Desde su toma de posesión el 20 de enero de 2025, Trump ha gobernado con una intensidad que recuerda más a un caudillo que a un presidente de una democracia moderna. Ha firmado un récord de 26 órdenes ejecutivas en su primer día, un número que supera con creces a cualquier predecesor en la historia reciente. Estas órdenes, que van desde la reorientación de programas federales hasta la imposición de aranceles masivos, reflejan una estrategia clara: centralizar el poder en la Casa Blanca y eludir los controles y equilibrios que han definido el sistema político estadounidense. En España, donde la memoria de la dictadura de Francisco Franco sigue viva, estas maniobras evocan un pasado incómodo. La transición española hacia la democracia en los años 70 y 80 fue un proceso delicado, marcado por la necesidad de limitar el poder del ejecutivo y garantizar la independencia de las instituciones. Ver a Trump erosionar las normas democráticas –despidiendo a funcionarios de carrera, atacando a la prensa y presionando a los tribunales– despierta temores de que el autoritarismo, incluso en una democracia consolidada, nunca está completamente erradicado.


Uno de los aspectos más alarmantes del segundo mandato de Trump es su ruptura con las alianzas internacionales que han sostenido el orden global desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ha cuestionado el compromiso de Estados Unidos con la OTAN, exigiendo a los aliados europeos que aumenten su gasto en defensa bajo amenaza de retirar el apoyo militar. Desde España, un país que depende de la cooperación transatlántica para su seguridad y que alberga bases estadounidenses clave en Rota y Morón, esta postura genera una profunda inquietud. La OTAN, para nosotros, no es solo una alianza militar, sino un símbolo de la solidaridad democrática que ayudó a Europa a reconstruirse tras el fascismo. Además, las políticas comerciales de Trump, particularmente sus aranceles agresivos, están causando estragos en la economía europea. España, con su fuerte sector agrícola y exportador, se enfrenta a pérdidas significativas debido a los impuestos sobre productos como el aceite de oliva, el vino y los cítricos. Según estimaciones del Ministerio de Comercio español, las exportaciones a Estados Unidos podrían caer un 15% en 2025, afectando a miles de agricultores y pequeñas empresas. Esta combinación de aislacionismo y proteccionismo no solo debilita la economía global, sino que también fractura la confianza entre aliados históricos.


Para entender el impacto de Trump, es inevitable compararlo con sus predecesores inmediatos, Joe Biden y Barack Obama, cuyos legados están siendo reevaluados a la luz de la actual administración. Biden, a pesar de sus errores –como la caótica retirada de Afganistán o su incapacidad para controlar la inflación–, heredó una economía en recuperación y logró avances significativos en infraestructura y energías renovables. Su aprobación, que llegó a un máximo del 57% en sus primeros 100 días, se desplomó al 43% para septiembre de 2021 debido a crisis como el COVID y la percepción de debilidad en política exterior. Sin embargo, desde España, su compromiso con la OTAN y la cooperación internacional fue un alivio tras los tumultuosos años de Trump. Obama, por su parte, representó para muchos en Europa una visión de esperanza y multilateralismo. Su discurso en Berlín en 2008, donde habló de un mundo unido frente a desafíos globales, resonó profundamente en una España que buscaba consolidar su lugar en la Unión Europea. Sin embargo, Obama no estuvo exento de críticas. Su reticencia a intervenir en Siria y su enfoque cauteloso en política exterior fueron vistos por algunos como señales de debilidad. Aún así, su respeto por las instituciones democráticas y su capacidad para inspirar contraste dolorosamente con la retórica divisiva de Trump.


En España, la democracia no es un regalo, sino una conquista. La Transición, con sus pactos y compromisos, nos enseñó que las instituciones democráticas son frágiles y requieren vigilancia constante. El intento de golpe de estado de 1981, liderado por militares nostálgicos del franquismo, sigue siendo un recordatorio de que el autoritarismo puede resurgir en cualquier momento. Por eso, desde aquí, la retórica de Trump –sus ataques a los medios, su desprecio por los jueces y su indulgencia con los insurrectos del 6 de enero– no se percibe como mera bravuconería, sino como una amenaza existencial. Además, el ascenso de Trump coincide con un momento de vulnerabilidad para las democracias europeas. En España, el auge de partidos populistas como Vox refleja un descontento similar al que impulsó a Trump: frustración con las élites, rechazo a la globalización y nostalgia por un pasado idealizado. La decisión de Trump de colgar un retrato de sí mismo en la Casa Blanca, reemplazando el de Obama, puede parecer un gesto menor, pero en un país donde los símbolos de poder han sido históricamente manipulados, se interpreta como un acto de narcisismo autoritario.


Frente a este panorama, la oposición a Trump debe ser sobria y estratégica, como argumenta un reciente editorial del New York Times. En España, hemos aprendido que la resistencia al autoritarismo requiere unidad, paciencia y un compromiso con los valores democráticos. Los demócratas estadounidenses, debilitados tras la derrota de 2024, deben aprender de su propio pasado. La campaña para salvar Obamacare en 2017, que combinó presión pública y maniobras legislativas, es un modelo a seguir. En Europa, mientras tanto, los líderes deben reforzar la UE y la OTAN, no solo como instituciones prácticas, sino como baluartes contra el avance del populismo. Desde Madrid, el mensaje es claro: la democracia no se defiende con gestos grandilocuentes, sino con el trabajo diario de proteger las instituciones, fomentar el diálogo y resistir la polarización. Trump puede haber ganado una batalla, pero la guerra por el alma de la democracia está lejos de terminar. En un mundo interconectado, el destino de Estados Unidos no es solo suyo, sino también nuestro. Y desde España, con nuestra historia a cuestas, sabemos que el precio de la libertad es la vigilancia eterna.

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