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Luz de confianza en el apagón



El apagón general que dejó a España y Portugal a oscuras el pasado 28 de abril de 2025, a las 12:33, no quedará como un enigma histórico. La magnitud de un colapso que paralizó dos países, afectando a millones de hogares, empresas e instituciones, ha desatado una avalancha de investigaciones que promete desentrañar cada detalle, cada fallo, cada responsabilidad. Gobiernos, organismos europeos, reguladores independientes, empresas, universidades y, probablemente, tribunales se han puesto manos a la obra. La verdad, por incómoda que sea, saldrá a la luz, milisegundo a milisegundo, y nadie —ni políticos, ni gestores, ni corporaciones— podrá esconderse tras excusas o cortinas de humo.


El despliegue de pesquisas es colosal. El Gobierno español, ha prometido una investigación exhaustiva, aunque su tono inicial sugiere más preocupación por salvar la cara que por esclarecer hechos. En Portugal, el Ejecutivo ha lanzado su propio proceso, con un ojo puesto en las culpas al otro lado de la frontera. Ambos países han formado una comisión conjunta de sus departamentos de energía, pero la rivalidad política amenaza con enturbiar la cooperación. La Unión Europea, consciente de que un fallo de esta escala afecta a toda la red continental, ha encargado una investigación liderada por un país no afectado, en un intento de garantizar neutralidad. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), teóricamente independiente, ha abierto una investigación de oficio, aunque su historial de tibieza ante los gigantes energéticos no invita al optimismo.


Red Eléctrica de España (REE), el operador del sistema y primer señalado, está obligada a producir un informe detallado, pero su credibilidad está en entredicho tras una gestión de crisis calamitosa. La asociación europea de operadores de redes, ENTSO-E, también investigará, con la mirada puesta en las vulnerabilidades de la red europea. Las grandes eléctricas, cotizadas en bolsa, tendrán que rendir cuentas a sus accionistas, mientras las aseguradoras, enfrentadas a una oleada de reclamaciones por daños, exigirán respuestas claras. Las universidades, movidas por el interés académico, diseccionarán el caso, y el Parlamento español, siempre ávido de titulares, convocará comparecencias que probablemente deriven en espectáculo político. No se descartan demandas judiciales, dado que el apagón causó pérdidas millonarias, interrupciones en hospitales y, en algunos casos, daños personales.


La secuencia de los hechos, según los datos preliminares, es tan alarmante como desconcertante. Ese lunes, la red ibérica funcionaba con una alta proporción de energía renovable, principalmente solar y eólica, algo habitual en un país que presume de liderar la transición energética. A diferencia de las centrales nucleares o de gas, estas fuentes carecen de “inercia”, lo que significa que, ante una interrupción, colapsan instantáneamente. Según REE, dos caídas consecutivas en la generación, separadas por 1,5 segundos, originadas en la producción solar del suroeste de España, desencadenaron el desastre. No hay evidencia de tormentas, accidentes o sabotajes que lo expliquen. La variación de tensión resultante activó los sistemas de protección, que desconectaron la red en cadena. Francia, en un acto de supervivencia, se desvinculó de la red ibérica. En cinco segundos, España y Portugal quedaron sin electricidad. Un escenario que los manuales técnicos descartaban como imposible se materializó ante la incredulidad general.


El dedo acusador apunta, en primer lugar, a Red Eléctrica. Como gestor del sistema, su misión es garantizar la estabilidad de la red, anticipándose a cualquier eventualidad. Que el apagón ocurriera, independientemente de la causa, es un fracaso estrepitoso de sus protocolos y capacidades. REE, controlada mayoritariamente por el Estado y presidida por Beatriz Corredor, exministra socialista, ha manejado la crisis con una torpeza exasperante. Corredor tardó 48 horas en dar la cara, y cuando lo hizo, optó por una postura defensiva que rayó en la arrogancia. Ni una disculpa, ni un gesto de humildad ante un fallo que dejó a millones sin luz. Su silencio inicial y su actitud posterior han alimentado la percepción de que REE no solo estaba desprevenida para el colapso, sino también para gestionar sus consecuencias.


El Gobierno, que debería liderar la respuesta, no ha estado a la altura. Sus primeras declaraciones, cargadas de vaguedades, reflejan una mezcla de improvisación y miedo a las repercusiones políticas. La oposición, especialmente el PP, ha aprovechado para lanzar acusaciones indiscriminadas, señalando a las renovables, al cierre de nucleares o a la gestión de REE, sin aportar pruebas ni propuestas serias. Este intercambio de reproches estériles, tan típico de la política española, no hace más que entorpecer el esclarecimiento de los hechos.


La opacidad del sistema eléctrico, un universo técnico que la mayoría de los ciudadanos no entiende, agrava la desconfianza. El Gobierno, REE y las eléctricas tienen la obligación de comunicar con claridad y rapidez, explicando qué falló y cómo se va a corregir. La UE ha fijado un plazo de seis meses para un informe preliminar, pero la ciudadanía no puede esperar tanto sin respuestas. La transparencia no es negociable, y menos cuando está en juego un servicio esencial. Sin embargo, el temor a las consecuencias —políticas, económicas, legales— parece estar frenando a los responsables. Desde el lunes, REE opera con protocolos reforzados, pero nadie puede garantizar que el apagón no se repetirá mientras las causas sigan siendo un misterio.


El incidente ha desatado un debate interesado sobre la transición energética. España, que se jacta de su liderazgo en renovables, debe enfrentarse a la realidad: la intermitencia de la solar y la eólica exige soluciones técnicas que no están plenamente desarrolladas. La interconexión con Francia, históricamente débil, agravó el aislamiento de la red ibérica. Sin embargo, culpar a las renovables o exigir la reapertura de nucleares, como hacen algunos sectores conservadores, es una simplificación burda. El apagón no fue causado por un exceso de energía verde, sino por una cadena de fallos que aún no comprendemos. Demonizar las renovables ahora sería traicionar una ventaja competitiva clave para España, alineada con la Agenda Verde de la UE.


Lo que España necesita es una investigación implacable, una comunicación honesta y un debate maduro. El apagón es una bofetada a la complacencia de un sistema que se creía infalible. La verdad saldrá a la luz, pero el coste de los errores ya cometidos —la falta de previsión, la arrogancia de los gestores, la politización del problema lo pagarán los ciudadanos. Es hora de que los responsables asuman su papel con seriedad, sin excusas ni tacticismos. La luz debe volver, pero también la confianza. Y eso solo se logrará con hechos, no con palabras vacías.

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