Putin mantiene el pulso: no existen incentivos reales para negociar
- Javier Morales Vargas

- 3 dic
- 5 Min. de lectura
La última ronda de contactos entre Estados Unidos y Rusia, concebida para explorar una vía de salida a la guerra en Ucrania, volvió a constatar un patrón ya consolidado: no hay avances, no hay puntos de inflexión y no existe ningún indicador fiable de que las posiciones fundamentales de Moscú se estén moviendo. Tras casi cinco horas de discusiones técnicas y políticas en un entorno cuidadosamente preparado para evitar filtraciones y evaluado por la diplomacia estadounidense como una oportunidad para medir el clima real del Kremlin, las conclusiones fueron esencialmente las mismas que en intentos anteriores. Las percepciones de vulnerabilidad que tiene Washington sobre la economía rusa o sobre la situación militar en el frente no se corresponden con las prioridades y la lógica de decisión que domina hoy en Moscú.
“Hay puntos donde Putin está bajo presión, pero ninguno ha alcanzado un nivel que le obligue a decidir”.
El anticipo de este resultado quedó reflejado incluso antes de que la delegación rusa llegase a la mesa. Según relató uno de los negociadores rusos, Putin evaluó las propuestas con un nivel de desconfianza particularmente elevado. Y en un gesto comunicativo dirigido simultáneamente al público interno, a los aliados occidentales de Kiev y a sus propios mandos militares, declaró que estaba preparado para una escalada en caso de que Europa se involucrase directamente en el conflicto: “No estamos planeando luchar con Europa, pero si Europa de repente empieza una guerra con nosotros, estamos listos ahora mismo”.
El mensaje tiene una función clara: dejar constancia de que el Kremlin no percibe el momento actual como uno que requiera suavizar posiciones, sino más bien reforzarlas.
La cuestión que se plantean los diplomáticos occidentales es tan simple como difícil de responder: ¿qué podría inducir a Rusia a replantearse su estrategia? Los analistas coinciden en que solo dos ejes podrían tener un impacto significativo: la economía y el campo de batalla. Y, sin embargo, ninguno de los dos presenta características que obliguen al Kremlin a revisar su plan. Fiona Hill, una de las analistas estadounidenses que mejor conoce el funcionamiento interno del poder ruso, lo resume con precisión: existen tensiones, existen dificultades, pero no han alcanzado el nivel que llevaría a Putin a sentir que está atrapado o obligado a una decisión estratégica. Esa falta de urgencia es lo que marca la distancia entre las expectativas de Washington y la realidad percibida por Moscú.
En días anteriores a las negociaciones, Putin escenificó de forma deliberada que el país conserva capacidad económica y militar para mantener el curso. La visita a un cuartel y la participación en un foro económico no fueron gestos espontáneos, sino elementos de una narrativa cuidadosamente administrada: asegurar que Rusia dispone de los recursos necesarios para soportar una guerra prolongada. Esa idea se reproduce continuamente en los círculos que conforman la élite política y económica del país. Fyodor Lukyanov, uno de los principales comentaristas que sirven de termómetro de la opinión dominante en el establishment, reafirmó en Rossiyskaya Gazeta que la fuerza militar constituye el eje principal para alcanzar los objetivos nacionales, incluidos aquellos asociados a “desbloquear oportunidades económicas internas”. No es un matiz menor: la guerra no se justifica únicamente como una necesidad estratégica, sino como un instrumento de reorganización económica interna.
En el ámbito energético, la caída de ingresos ha sido notable. Las sanciones estadounidenses aplicadas en octubre sobre Rosneft y Lukoil han tenido efectos medibles, y la recaudación fiscal por parte del Estado cayó un 27% respecto al mismo mes del año anterior. El descenso del precio del crudo y la fortaleza del rublo intensificaron esta tendencia. Pero, incluso con esa pérdida, el volumen absoluto de ingresos sigue siendo suficientemente elevado como para financiar la continuidad del esfuerzo militar. Rusia sigue monetizando masivamente su producción de petróleo y gas, canalizándola a través de una red de buques cuyo funcionamiento intenta limitar Occidente. No obstante, ese control no ha sido lo bastante contundente como para estrangular la principal fuente de ingresos del Kremlin.
Clifford Kupchan, desde Eurasia Group, sintetiza esta paradoja: la caída de ingresos es un problema sostenido, una presión constante, pero no un factor letal. Para que lo fuese, harían falta sanciones mucho más amplias, incluyendo prohibiciones de venta a China, algo que resulta poco probable por el coste económico y geopolítico. Y, desde el terreno, la posibilidad de que Ucrania consiga hacer un daño sistémico a la infraestructura de exportación rusa no se contempla como inminente.
El sistema financiero representa, en teoría, otro punto vulnerable. Sin embargo, el Kremlin ha mantenido una gestión macroeconómica que, sin eliminar las tensiones, ha evitado que la situación derive en inestabilidad. La inflación generada por el fuerte gasto militar fue contenida con tipos de interés extremadamente altos. Hoy, el tipo rector en 16,5% ejerce presión sobre las empresas y sobre los consumidores, pero no ha desencadenado un colapso del crédito ni un deterioro incontrolable. Empresas clave como Ferrocarriles Rusos, con una deuda superior a los 50.000 millones de dólares y una caída notable en el volumen de mercancías transportadas, están sufriendo. Lo mismo ocurre en el mercado del automóvil, donde la caída del consumo ha empujado a AvtoVAZ a reducir producción en un 40% y a instaurar la semana laboral de cuatro días. Son señales de fatiga, pero no de fractura.
La televisión estatal ha permitido que ciertos comentarios críticos emerjan. Andrei Bezrukov, profesor del Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú, lamentó en un programa de amplia audiencia que “son contables quienes dirigen el país y su economía” y que estos gestores carecen de una estrategia a largo plazo. Pero incluso estos elementos, más simbólicos que estructurales, no se traducen en un movimiento de protesta. Konstantin Sonin, economista de la Universidad de Chicago, insiste en que la sociedad rusa no está en un punto en el que la economía, por sí sola, pueda generar movilización política.
En el plano militar, las dinámicas tampoco sugieren una urgencia estratégica. Rusia avanza lentamente, sobre todo en zonas del sureste de Donetsk, aunque cada progreso viene acompañado de información contradictoria. La supuesta toma de Pokrovsk, anunciada por Moscú y cuestionada tanto por Kiev como por blogueros militares rusos, ilustra la dificultad de establecer un marco fiable. El coste humano es extremadamente alto —los analistas mencionan hasta 30.000 bajas mensuales sustituidas con nuevos reclutas atraídos por remuneraciones elevadas—, pero la capacidad de soportar ese nivel de desgaste forma parte del cálculo del Kremlin. La erosión de la ventaja ucraniana en sistemas de drones, lograda mediante infiltraciones para eliminar operadores, demuestra que Moscú ha adaptado tácticas sin alcanzar aún la masa necesaria para traducir esos avances en victorias decisivas.
En este escenario, la interpretación dominante en Moscú es que la guerra puede seguir su curso actual durante largos periodos. Dmitri Kuznets, analista militar de Meduza, lo explica con claridad: “El ritmo de la ofensiva ha sido el mismo durante el último año y seguirá así”. Para el Kremlin, esta continuidad valida su estrategia: ni retrocesos significativos ni compromisos que debiliten su posición negociadora.
El problema para Washington es que su capacidad de influir en este esquema es limitada. La administración Trump presenta esta negociación como un esfuerzo serio para abrir un espacio diplomático, pero las condiciones estructurales juegan en contra de un cambio de postura rusa. Ni la economía está en colapso, ni el frente militar presenta señales de ruptura, ni la estructura de poder del Kremlin muestra debilidad interna. La suma de estos factores redefinió, de hecho, las expectativas de la delegación estadounidense: la idea de que la presión ejercida hasta ahora podría generar un incentivo para la desescalada no encuentra reflejo en las percepciones rusas.



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