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A Feijóo, no le va exaltar

Actualizado: 3 dic

Al PP no le aportaba ningún valor amargarle el domingo a unos miles de ciudadanos que no precisan consignas prefabricadas para intuir que la legislatura actual circula ya por pura inercia.

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El Partido Popular siempre ha jugado mejor en el terreno de las encuestas que en el de la calle. Lo demuestran las cifras de la concentración del domingo en los alrededores del templo de Debod, un escenario que en otros tiempos habría permitido exhibir músculo político, pero que esta vez quedó lejos de esa postal aspiracional con la que la dirección nacional llevaba días fantaseando. Los datos, pese a todo, no inquietan a la cúpula popular, que observa cómo los sondeos continúan empujando hacia una mayoría absoluta compartida con Vox. Una tendencia que se ha reforzado a medida que distintos ámbitos institucionales —desde los juzgados hasta la Guardia Civil, pasando por una parte relevante del ecosistema mediático— han ido asimilando que aquello que sonaba exagerado, hiperbólico o simplemente inverosímil sobre los excesos del sanchismo, se ha demostrado dolorosamente exacto. Esa revelación acumulada, una especie de sedimentación de agravios, ha ido configurando un clima propicio para que la derecha se plantee seriamente su regreso al poder bajo el paraguas de un “mal menor” del que, paradójicamente, ahora presume.


En ese contexto, Feijóo no necesitaba someter a miles de asistentes a un domingo desapacible ni obligar a su aparato territorial a cumplir un ritual que, para muchos cargos locales y autonómicos, ya tiene más de trámite que de demostración de fuerza. Las frases de catálogo, cuidadosamente elaboradas para ofrecer solidez (“Ellos han perdido la vergüenza, pero España no ha perdido la dignidad”), no añaden nada a unas bases que llevan meses concluyendo por sí mismas que el ciclo político del sanchismo está agotado. La crispación no se dispara por decreto, y mucho menos en un lugar como el entorno del antiguo Cuartel de la Montaña, cargado de resonancias históricas que no se prestan precisamente al frenesí. Feijóo nunca ha sido un líder de pulsión emocional. Y por eso mismo, su equipo estratégico podría haber evitado esta nueva convocatoria —la séptima desde que asumió el liderazgo del partido en abril de 2022— que, más que movilizar, sirvió para subrayar el desgaste de una fórmula que ya no sorprende ni galvaniza.


La atmósfera matinal quedó marcada por un frío que competía con la tibieza discursiva. Hasta los aplausos sonaban a compromiso, a gesto mecánico para no desentonar. Las proclamas sobre elecciones anticipadas, o las referencias insistentes a un “sanchismo en descomposición” cuya punta visible estaría en la cárcel mientras el resto permanece atrincherado en el Gobierno, se han vuelto mantras reciclados. Se repiten sin convicción real, casi como una liturgia defensiva, ante la expectativa de nuevos informes comprometedores de la UCO o en medio de titulares que ponen el foco en los márgenes económicos que rodean al círculo presidencial. A esta coreografía rutinaria se suman acusaciones de subidas de impuestos y alusiones a amistades del presidente manejando billetes de alto calibre, pero nada de ello parece tener ya la capacidad de encender la temperatura política desde la calle. El relato está consolidado, sí, pero no genera tracción adicional.


Conviene detenerse en las dobles convocatorias de la derecha durante el fin de semana. No tuvieron nada de transversales, por más que Feijóo insistiera en la idea de un evento sin siglas y tratara de marcar perfil propio ante Vox. La organización juvenil de Abascal optó, directamente, por montar su propio acto frente a la sede del PSOE, convertida una vez más en punto de catarsis política. La insistencia de Vox en pedir al PP que “no se equivoque de adversario” evidencia que, pese a la aparente sintonía de los sondeos, la relación entre ambas fuerzas sigue marcada por una competencia estratégica soterrada. A ello se suman dos detalles que, sin ser determinantes, sí añaden capas al análisis del momento.


El primero es la presencia de Espinosa de los Monteros en el acto popular, un gesto difícil de descodificar sin asumir que su distanciamiento formal de Vox no implica un alejamiento emocional de parte de su electorado natural. El segundo es la escenificación explícita de Isabel Díaz Ayuso respaldando a Feijóo como “próximo presidente del Gobierno”. Una intervención coordinada al milímetro para desactivar el discurso sanchista que lleva meses alimentando la idea de una rivalidad interna en el PP. Ese ángulo, explotado con habilidad por el Gobierno, pierde fuerza cuando Ayuso decide amplificar la figura del candidato en lugar de competir con él.


Ninguno de estos factores, sin embargo, va a alterar el marco más amplio en el que se está moviendo el Gobierno. La hipotética rendición de Sánchez ante la sucesión de problemas judiciales y parlamentarios es, de momento, un escenario improbable. El desplome del sindicato de socorristas, la entrada en prisión de referentes del sanchismo primigenio y las advertencias veladas de José Luis Ábalos acerca de romper un pacto tácito de silencio con su antiguo aliado se han sumado como nuevos vectores de inestabilidad. Pese a ello, en Moncloa preocupa bastante más el itinerario judicial relacionado con las actividades de Santos Cerdán. La relación simbiótica entre Cerdán y Sánchez, construida tanto desde lo político como desde lo patrimonial, convierte cualquier revelación en un riesgo directo para la línea de flotación del presidente. Si Ábalos fue figura clave en la moción de censura contra Rajoy, Cerdán ha desempeñado un papel igualmente decisivo en la arquitectura que permitió recomponer apoyos nacionalistas tras las elecciones de 2023, esa ingeniería parlamentaria sin la cual Sánchez no habría prolongado su mandato.


Aun con todo, la estrategia actual del Gobierno busca transmitir una sensación de control institucional y normalidad administrativa. Se quiere evitar que la ciudadanía perciba que la agenda diaria está subordinada a la dinámica judicial o a la erosión mediática. De hecho, ya se preparan desplazamientos a territorios donde el PSOE debe afianzar posiciones de cara a los próximos ciclos electorales. Extremadura será el primer test, con la presencia del presidente la semana que viene en un formato de proximidad que intenta reforzar su imagen de gestor centrado. En el Ejecutivo asumen que la batalla está abierta, que el desgaste es real, pero también que el adversario no termina de capitalizarlo en términos de energía social. La oposición avanza en encuestas, sí, pero su capacidad para convertir ese avance en movilización sostenida sigue cuestionada.


La derecha, por su parte, se ve a las puertas de un ciclo de oportunidad que no logra encender plenamente. Exhibe previsión estratégica, pero sufre una desconexión evidente con el pulso del país fuera de los estudios demoscópicos. El PP parece avanzar por inercia electoral más que por dinamismo político. Y Vox, mientras tanto, continúa jugando un papel ambiguo entre la presión y la dependencia, consciente de que su mayor influencia está vinculada a un PP que no puede permitirse perder apoyos por su flanco más ideológico.



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