Un año de Trump y todavía no lo hemos entendido
- Nicolás Guerrero

- 11 nov
- 6 Min. de lectura

El martes 5 de noviembre de 2024 un total de 77 millones de norteamericanos votaron a Donald Trump para un segundo mandato como presidente de Estados Unidos. Lo hicieron después de verle intentar un golpe de Estado, de ser declarado culpable en un juicio penal —el del caso Stormy Daniels— y de encabezar una campaña de odio en la que fue explícito sobre su intención de utilizar el poder para vengarse de sus “enemigos”. Mientras el mundo contenía la respiración, un admirador de autócratas como Viktor Orbán celebraba su victoria con una frase que resonó como advertencia: “La historia se acelera y se cierra un capítulo. El mundo va a cambiar más rápido de lo que pensamos”. Ese capítulo, que muchos creían cerrado con la derrota de Trump en 2020, se ha reabierto con una velocidad y una profundidad que pocos anticiparon.
La reelección de Trump no fue un accidente ni una anomalía. Fue el resultado de una corriente de fondo que llevaba años alterando la política estadounidense: la polarización cultural, el resentimiento de amplias capas sociales hacia las élites, la desconfianza en las instituciones y el agotamiento de un sistema que había perdido capacidad de representación. Joe Biden representó un paréntesis, no una solución. Durante su presidencia se contuvieron algunos impulsos autoritarios, pero las raíces del fenómeno que llevó a Trump al poder en 2016 siguieron vivas, alimentadas por un discurso mediático que hizo de la confrontación su principal motor. El regreso de Trump fue, por tanto, la culminación de un proceso que había ido erosionando desde dentro los cimientos del sistema democrático más antiguo del mundo moderno.
El primer año de su segundo mandato ha confirmado los temores de quienes advertían sobre una deriva autoritaria. Según el International Institute for Democracy and Electoral Assistance (IDEA), Estados Unidos es hoy una “democracia en retroceso”, un país donde las instituciones están siendo instrumentalizadas para servir a un proyecto personalista. Informes de organismos independientes y de think tanks como la Carnegie Endowment for International Peace hablan abiertamente de un “ejecutivo excesivo”, un modelo que concentra poder en la figura presidencial debilitando los contrapesos institucionales. Las agencias federales que en otro tiempo gozaban de autonomía han sido sometidas a una reorganización acelerada. En los primeros meses, la Casa Blanca promovió la destitución de inspectores generales, reorganizó departamentos enteros y colocó en posiciones clave a leales cuya principal credencial es la fidelidad personal al presidente.
La estructura del poder ejecutivo se ha transformado para adaptarse a un propósito: eliminar intermediarios, acelerar la toma de decisiones y reducir la capacidad de supervisión del Congreso. Las órdenes ejecutivas se multiplican, los presupuestos se redirigen al margen de los procedimientos habituales y los organismos de control ven limitada su capacidad de actuar. La idea de una “presidencia imperial”, que durante décadas fue un concepto teórico debatido en las facultades de derecho y ciencia política, se ha convertido en una descripción práctica de la realidad.
Paralelamente, el Congreso ha renunciado en gran medida a su papel de contrapeso. La mayoría republicana, disciplinada por el temor a las represalias de Trump o al rechazo de su base electoral, se ha alineado con las prioridades del Ejecutivo. Las votaciones más relevantes se resuelven por imposición, sin debate sustantivo, y las comisiones de supervisión se encuentran bloqueadas o paralizadas. Los demócratas, debilitados tras la derrota electoral, han intentado utilizar el control presupuestario como herramienta de resistencia, pero con escaso éxito. El Tribunal Supremo, por su parte, con una mayoría conservadora consolidada, ha adoptado interpretaciones de la Constitución que favorecen la expansión del poder presidencial en áreas clave como la seguridad nacional, la inmigración o la regulación económica.
En el ámbito interno, el cambio más visible ha sido la sustitución del principio de neutralidad administrativa por una lógica de lealtad política. En el Departamento de Justicia, en la Agencia de Protección Ambiental y en organismos científicos se han producido destituciones masivas de técnicos y expertos que se oponían a las directrices de la Casa Blanca. La información pública ha pasado a ser gestionada como propaganda: comunicados que glorifican la acción presidencial, ruedas de prensa restringidas y una campaña de descrédito constante contra los medios que mantienen una línea crítica.
El trato a la prensa ha sido especialmente duro. Trump y su entorno han retomado la retórica de la “enemistad del pueblo” para referirse a los periodistas. Según The Guardian y Reuters, varios corresponsales que cubren la Casa Blanca han denunciado intimidaciones y restricciones de acceso. Los medios públicos han visto recortes presupuestarios y presiones editoriales, y las cadenas privadas enfrentan auditorías fiscales o amenazas de revocación de licencias. Este clima ha generado un efecto de autocensura que debilita uno de los pilares esenciales del sistema democrático: la transparencia informativa.
En el terreno económico, la nueva administración ha regresado a una política de aranceles punitivos y proteccionismo unilateral. Las medidas se aplican sin estudios de impacto, como instrumentos políticos antes que económicos. Los aliados comerciales tradicionales, desde la Unión Europea hasta Canadá o Japón, han recibido advertencias y sanciones por motivos que mezclan economía y política exterior. El resultado ha sido una creciente incertidumbre en los mercados y una pérdida de confianza en la fiabilidad de Estados Unidos como socio. La política económica se ha convertido en un reflejo del estilo de gobierno: impulsiva, personalista y carente de planificación a largo plazo.
En el plano internacional, el cambio ha sido incluso más profundo. La diplomacia tradicional ha sido reemplazada por una política de transacciones bilaterales orientadas al beneficio inmediato. Estados Unidos se ha retirado de acuerdos multilaterales en materia de medio ambiente y salud global, ha reducido drásticamente la ayuda a países en desarrollo y ha condicionado su apoyo a organismos internacionales a la obtención de concesiones políticas. Esta ruptura con el multilateralismo ha debilitado el papel de Washington como garante de un orden basado en normas. En su lugar, se impone una visión donde la fuerza y la conveniencia sustituyen al consenso. The Washington Post describía hace unos meses este giro como “el abandono definitivo del liderazgo moral estadounidense”.
Las consecuencias globales son evidentes. El repliegue de Estados Unidos ha dejado espacio para que potencias autoritarias como China o Rusia amplíen su influencia. En regiones como África o América Latina, el vacío diplomático ha sido ocupado por actores que ofrecen cooperación económica sin exigir condiciones democráticas. Según IDEA, la retirada de programas estadounidenses de apoyo a instituciones civiles ha coincidido con un aumento de la represión en una veintena de países. El efecto contagio es claro: cuando la principal potencia democrática del planeta deja de promover activamente los valores liberales, esos valores retroceden.
Dentro del propio país, la retórica de confrontación ha alcanzado niveles inéditos. El presidente utiliza sus intervenciones públicas para dividir a la sociedad entre “patriotas” y “traidores”, “verdaderos americanos” y “enemigos internos”. Las redes sociales oficiales del Gobierno funcionan como altavoces de propaganda, difundiendo mensajes que deslegitiman a jueces, universidades o periodistas. Este discurso no sólo polariza, sino que normaliza la idea de que las instituciones pueden y deben ser instrumentos del líder. La movilización del ejército en situaciones de orden público —justificada por supuestas amenazas a la seguridad nacional— ha encendido alarmas entre juristas y exfuncionarios del Pentágono, que advierten del riesgo de militarización política.
El retroceso democrático en Estados Unidos, según los expertos consultados por Reuters y Foreign Affairs, no se parece al de las dictaduras clásicas. No hay suspensión de elecciones ni censura total, pero el sistema pierde sustancia: se mantiene la forma de la democracia, pero no su contenido. Es lo que los politólogos denominan “autoritarismo competitivo”, una forma híbrida en la que los mecanismos democráticos existen, pero están subordinados al poder ejecutivo. En este modelo, las elecciones se celebran pero no son enteramente libres; la prensa opera pero bajo presión; la justicia dicta sentencias, pero con márgenes cada vez más reducidos.
El problema no radica solo en Trump, sino en la complacencia del sistema que lo rodea. Una parte del Partido Republicano, antes crítica, ha asumido que su supervivencia depende de la subordinación al presidente. Los grandes donantes empresariales, beneficiados por recortes fiscales y desregulaciones, han cerrado filas. Incluso sectores mediáticos que antaño se mostraban reacios han optado por una neutralidad oportunista. El resultado es un ecosistema donde la disidencia se penaliza y la lealtad se premia.
Sin embargo, no todo está perdido. Existen focos de resistencia dentro y fuera del país. Algunos estados —California, Nueva York, Illinois— han utilizado su autonomía para contrarrestar políticas federales en materia de inmigración o medio ambiente. Varias universidades y organizaciones civiles han redoblado esfuerzos para proteger la libertad académica y el acceso a la información. La sociedad civil, aunque fragmentada, mantiene viva la protesta. Las manifestaciones contra los abusos del Ejecutivo y las denuncias de las asociaciones de derechos humanos son un recordatorio de que la democracia estadounidense aún conserva resortes de defensa.
El futuro dependerá de si esos resortes son suficientes. Las elecciones de medio mandato de 2026 serán un test crucial. Si el Congreso logra recuperar equilibrio, aún podría frenar la deriva autoritaria. Si, por el contrario, la actual mayoría se consolida, el proceso de concentración de poder podría volverse irreversible. La clave estará en la capacidad del sistema para regenerarse: en si los votantes, los jueces, los medios y los líderes locales son capaces de restablecer los límites que la Constitución impone.



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