Extremadura abre el ciclo electoral con destino Moncloa
- Oriol Cerdà

- 21 dic
- 5 Min. de lectura


Las elecciones autonómicas que se celebran hoy en Extremadura no son un episodio aislado ni un simple trámite regional. Funcionan, en términos estrictamente políticos, como el pistoletazo de salida de un ciclo electoral largo, denso y estratégicamente diseñado para erosionar al Gobierno central a lo largo de casi dos años. No es una interpretación interesada ni una lectura excesivamente sofisticada: es la consecuencia directa de un calendario que concentra, entre finales de 2025 y el verano de 2026, una sucesión de convocatorias autonómicas con suficiente peso demográfico y simbólico como para marcar tendencia. Extremadura inaugura ese ciclo con un valor añadido evidente: es un territorio históricamente socialista que llega a las urnas en un contexto nacional especialmente adverso para el PSOE y particularmente favorable para el Partido Popular.
El marco general es conocido. El Gobierno de Pedro Sánchez afronta esta fase en una posición defensiva, con un proyecto político desgastado por la acumulación de frentes abiertos, una legislatura sostenida por equilibrios frágiles y una narrativa que ha perdido capacidad de movilización fuera de los grandes núcleos urbanos. A eso se suma un contexto internacional que empuja hacia posiciones conservadoras y que ha terminado permeando también el voto doméstico. En paralelo, el PP ha optado por una estrategia de desgaste por acumulación, consciente de que cada victoria autonómica refuerza un relato nacional que no necesita grandes alardes: la idea de que el cambio político es cuestión de tiempo.
Extremadura encaja perfectamente en ese esquema. No solo porque fue el propio Gobierno autonómico quien decidió anticipar las elecciones, sino porque las expectativas están claramente alineadas con una victoria del PP. Y en política, como saben bien todos los actores implicados, las expectativas son casi tan importantes como los resultados. La teoría es simple: ganar cuando se espera que ganes refuerza; ganar más de lo esperado consolida; perder cuando se espera que pierdas puede ser devastador si la magnitud del resultado supera los márgenes asumidos. En ese tablero, cada partido juega una partida distinta.

Para Alberto Núñez Feijóo, Extremadura es la primera oportunidad real de lanzar un mensaje nacional con respaldo electoral concreto. No se trata únicamente de arrebatar al PSOE una comunidad simbólicamente relevante, sino de hacerlo en unas condiciones que permitan al PP presentarse como fuerza claramente hegemónica del espacio político de la derecha y del centro-derecha. Los objetivos son precisos y medibles: ser la fuerza más votada, sumar más que todo el bloque de la izquierda y mantener una distancia holgada respecto a Vox. Cumplir esos tres parámetros permitiría a Feijóo afirmar que el PP no solo gana, sino que lo hace ampliando base electoral y reduciendo dependencias incómodas.
La figura de María Guardiola es clave en este punto. Su perfil ha sido el eje de la campaña, con un discurso de gestión y moderación que busca replicar, salvando las distancias territoriales, el modelo andaluz. Sin embargo, Extremadura no es Andalucía. El sistema provincial, con solo dos circunscripciones, penaliza las mayorías amplias y obliga a porcentajes de voto extraordinariamente altos para alcanzar la absoluta. El precedente de José Antonio Monago en 2011 sigue siendo una referencia incómoda: un resultado histórico que no fue suficiente para gobernar en solitario. De ahí que el verdadero reto para el PP no sea solo ganar, sino gestionar el día después.
La relación con Vox vuelve a situarse en el centro del debate, aunque esta vez con una carga estratégica mucho más pesada. Feijóo es plenamente consciente de que cualquier negociación autonómica tiene lectura nacional. La experiencia de 2023, con pactos mal comunicados y rectificaciones públicas, dejó una huella profunda en la percepción del liderazgo popular. El PSOE supo entonces capitalizar el miedo a la entrada de Vox en los gobiernos como argumento movilizador, y esa narrativa fue determinante para frenar la llegada del PP a La Moncloa. Hoy, el contexto es distinto, pero la lección permanece intacta: cada gesto cuenta.
Vox, por su parte, llega a estas elecciones en una posición paradójica. Todo indica que mejorará resultados, impulsado por una tendencia ascendente que se observa en distintos territorios. Sin embargo, esa mejora puede no traducirse automáticamente en mayor capacidad de influencia institucional. La estrategia de Santiago Abascal, cada vez más explícita, pasa por consolidar un espacio propio fuerte, incluso a costa de quedar fuera de los ejecutivos. Es una apuesta a medio y largo plazo que les permite mantener un discurso duro contra el PP sin asumir costes de gestión. En Extremadura, el protagonismo personal de Abascal durante la campaña refleja la importancia que el partido concede a este primer test del ciclo.
En el lado socialista, el escenario es mucho más complejo. El PSOE se enfrenta no tanto a la posibilidad de perder, que se da por descontada, como a la magnitud de esa derrota. Extremadura ha sido, durante décadas, uno de sus bastiones más sólidos, un territorio donde el partido construyó poder institucional, redes políticas y una identidad profundamente arraigada. La probable caída del PSOE en esta comunidad tiene, por tanto, un valor simbólico que va mucho más allá de los escaños que se pierdan.
El candidato Miguel Ángel Gallardo encarna, de forma casi involuntaria, el desgaste del proyecto nacional. Su perfil, estrechamente vinculado a Pedro Sánchez, refuerza la lectura plebiscitaria de estas elecciones. La implicación directa del presidente del Gobierno en la campaña no responde tanto a una expectativa de victoria como a la necesidad de contener daños. El problema para el PSOE es que los factores que explican su retroceso no son coyunturales: los casos de corrupción, la sensación de agotamiento del relato y la dificultad para trasladar al electorado los mensajes económicos positivos están teniendo un impacto acumulativo.
Las cifras serán determinantes. Bajar del 30% de los votos o quedar a más de diez puntos del PP no es solo una derrota electoral, sino un golpe estratégico que condiciona todo el ciclo posterior. Un diferencial aún mayor consolidaría la idea de que el PSOE ha entrado en una fase defensiva estructural, con dificultades para competir en territorios medios y rurales, precisamente aquellos que deciden elecciones generales.
A la izquierda del PSOE, el panorama es igualmente revelador. Yolanda Díaz permanece en un segundo plano, atrapada en una indefinición estratégica que debilita su liderazgo. Mientras tanto, Unidas por Extremadura, la coalición de Podemos e IU, aspira a capitalizar parte del descontento progresista. Su posible crecimiento será utilizado como argumento interno en la pugna por el control del espacio a la izquierda del PSOE. Un buen resultado reforzaría la tesis de quienes sostienen que la confrontación directa con Sánchez es electoralmente rentable; un mal resultado, en cambio, profundizaría la crisis de identidad de ese espacio político.



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