Trump se reúne con Zelenski en Florida: “Habrá un acuerdo sólido de seguridad”
- Nicolás Guerrero
- hace 2 minutos
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Todo estaba preparado en Mar-a-Lago para escenificar una fotografía de avance diplomático, pero la secuencia volvió a torcerse en el último minuto, como viene ocurriendo desde que Donald Trump decidió reapropiarse del dossier ucraniano como uno de los ejes de su retorno al poder. La llamada previa con Vladímir Putin, anunciada por el propio Trump apenas un par de horas antes de recibir a Volodímir Zelenski, no fue un gesto inocuo ni protocolario. Fue, más bien, una señal de jerarquía política y de control del tempo negociador. Trump dejó claro, una vez más, que el canal prioritario sigue siendo Moscú y que Kiev entra en la ecuación en segundo término, incluso cuando se le recibe en la que el propio presidente estadounidense define como su “Casa Blanca de invierno”.
El encuentro se celebró finalmente con puntualidad contenida y una escenografía cuidada al milímetro. Trump monopolizó la palabra ante la prensa, proyectando una narrativa de inminencia y éxito: un acuerdo “listo”, “bueno para Ucrania” y “bueno para todos”, con vagas referencias a garantías de seguridad y a una implicación europea que, por ahora, sigue siendo más declarativa que concreta. Zelenski, consciente de que cada gesto cuenta, optó por no contradecir públicamente al anfitrión, pero su lenguaje corporal y la sobriedad de sus intervenciones apuntaban a una cautela evidente. La experiencia reciente le ha enseñado que las promesas de Trump suelen llegar antes que los compromisos verificables.
Sobre la mesa estaba el plan de paz de 20 puntos impulsado por Washington y ajustado en las últimas semanas por negociadores ucranianos y estadounidenses. No se trata de un documento menor ni de un simple marco teórico. Es, hoy por hoy, el único texto que Kiev considera una base mínimamente aceptable para explorar una salida al conflicto. Sin embargo, la llamada previa entre Trump y Putin introdujo una sombra alargada sobre ese planteamiento. Según Moscú, el presidente ruso dedicó 75 minutos a intentar que Trump abandonara ese esquema y regresara al borrador de 27 puntos discutido meses atrás, un texto que implicaría una Ucrania estratégicamente debilitada, con cesiones territoriales adicionales y sin garantías de seguridad creíbles a medio plazo.
Ese precedente explica por qué, incluso antes de que comenzara la reunión, en Kiev se moderaron las expectativas. Zelenski lo dejó entrever al señalar que las decisiones clave dependen de los socios que ayudan a Ucrania y de quienes presionan a Rusia. Fue una frase medida, casi técnica, pero con un destinatario claro. Trump no es solo un mediador; es, en estos momentos, el actor con mayor capacidad para inclinar la balanza, y también el más imprevisible. El recuerdo de la visita fallida de octubre, cuando Zelenski regresó de Washington sin el compromiso de los misiles Tomahawk que esperaba, sigue muy presente en el entorno presidencial ucraniano.
Mientras tanto, sobre el terreno, la guerra no concede treguas. Los avances rusos, lentos pero constantes, refuerzan la percepción en el Kremlin de que el tiempo juega a su favor. Las sanciones han tensionado la economía rusa hasta rozar la recesión, y las cifras de bajas son elevadas, pero Putin no ha dado señales claras de estar dispuesto a aceptar una solución que no consolide ganancias estratégicas. De ahí la estrategia de Moscú: no rechazar abiertamente el plan estadounidense, pedir más negociaciones y mantener la presión militar. La diplomacia como herramienta de desgaste, no como vía de resolución inmediata.
El acuerdo para mantener una segunda llamada entre Trump y Putin tras la reunión con Zelenski confirma ese patrón. Moscú subraya la prisa del presidente estadounidense por cerrar el conflicto, consciente de que Trump necesita resultados visibles para sostener su relato interno. Putin, en cambio, insiste en abordar lo que denomina las “causas profundas” de la guerra, una formulación que, en la práctica, equivale a exigir cambios estructurales en el equilibrio de seguridad europeo.
La dimensión política interna de Estados Unidos añade otra capa de complejidad. Se acerca el primer aniversario de la toma de posesión de Trump, y con él la necesidad de demostrar que sus promesas de campaña no eran mera retórica. Acabar la guerra de Ucrania en su primer día fue uno de los compromisos más repetidos. No cumplido, pero tampoco abandonado. La advertencia lanzada a Zelenski en Politico, al afirmar que “no tiene nada hasta que lo apruebe” él mismo, revela una concepción muy personalista del proceso y una relación asimétrica que incomoda a Kiev, pero que no puede permitirse cuestionar abiertamente.
En contraste, Zelenski ha buscado reforzar su red de apoyos antes de sentarse con Trump. La escala en Canadá y el anuncio de una ayuda adicional de 2.500 millones de dólares por parte del primer ministro Mark Carney fueron algo más que un gesto financiero. Fue una demostración de que, más allá de Washington, sigue existiendo un núcleo de aliados dispuestos a sostener a Ucrania con cierta previsibilidad. Las reuniones virtuales con los principales líderes europeos apuntan en la misma dirección, aunque Europa continúa atrapada entre la voluntad política y las limitaciones operativas.
El contexto militar del encuentro tampoco fue neutro. Zelenski recordó públicamente que Putin ha rechazado incluso un alto el fuego navideño y que los ataques con misiles y drones se han intensificado. El bombardeo nocturno de diez horas, con Kiev como uno de los principales objetivos, reforzó la sensación de urgencia, pero también la de bloqueo. La visita de Putin a una instalación militar, apenas un día antes, fue una señal inequívoca de que Moscú no tiene intención de rebajar el tono mientras negocia.
En este escenario, la cuestión de las garantías de seguridad se convierte en el núcleo duro de la negociación. Ucrania exige un nivel de protección comparable al que tendría como miembro de la OTAN, una línea roja que Trump evita definir con precisión. La propuesta estadounidense de crear una zona desmilitarizada en parte de Donetsk, con la retirada de tropas ucranianas, choca frontalmente con la exigencia de Kiev de una retirada equivalente por parte de Rusia. Es un juego de equilibrios en el que ninguna de las partes quiere ser la primera en ceder, consciente de que cada concesión puede convertirse en irreversible.
A ello se suma el debate sobre la central nuclear de Zaporiyia, un activo estratégico de primer orden. La idea de que empresas estadounidenses gestionen la planta, en coordinación con Moscú y Kiev, refleja la lógica transaccional de la Casa Blanca, pero no satisface plenamente a ninguna de las partes implicadas. Tanto Ucrania como Rusia desconfían de cualquier fórmula que otorgue al otro un papel relevante en una infraestructura tan sensible.
Zelenski, además, ha introducido un elemento de legitimidad interna al insistir en que cualquier acuerdo debe ser ratificado en referéndum. Para ello, reclama un alto el fuego de al menos dos meses, una propuesta que en Moscú se percibe como una maniobra dilatoria. La coincidencia de pareceres entre Putin y Trump sobre la inutilidad de esa tregua es, desde la perspectiva ucraniana, uno de los aspectos más inquietantes del momento actual.
En el trasfondo de todo este proceso está también la dimensión personal. El ego de Trump no es un factor menor. Aspira a consolidar una imagen de pacificador global y a capitalizar cualquier éxito, por limitado que sea, como una victoria histórica. Su mensaje en Truth, atribuyéndose el cese momentáneo de enfrentamientos entre Tailandia y Camboya y presentando a Estados Unidos como una suerte de ONU alternativa, ilustra esa pulsión. Es una narrativa diseñada para consumo interno, pero que condiciona decisiones con consecuencias reales sobre el terreno.



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